Nadia

Writer / Escritora

[eng]

Short stories.

On 18th July 1976, Nadia Comaneci accomplished what nobody else in history had ever achieved before. Little heroine of perfection. The olympic scoreboards weren’t even equipped to display such a perfect ten, so unbelievable, so faultless that Nadia got in such an amazing way between somersaults, jumps and backflips. That ten was pure beauty.

Many years had passed since the great Montreal Olympic event when, on 19th July 1986, my parents decided to name me Melisa Nadia. The reference to the gymnast had always been explicit, but there were other facts which, now that I think clearly, were part of a bigger network of connections which the thread of the story had been weaving between the two of fus: so far but so near, the Sovet Union had also been part of the blur of my existence. And from that bond that united us, not only my Ukrainian grandparents were part but also my Argentinian communist grandfather: chance had made them both cross the ocean in opposite directions. Some were leaving behind what others would later be looking for.

Things were going pretty well until the event that took place in 1999 when I was in 7th grade. My obsession over perfection had helped me accomplish some great achievements such as drawing a perfect circle freehand, spitting a distance of a meter and a half and calculating the time without a clock. But I wanted to go further, that’s why I challenged myself to get all A’s in my maths exams that year. My grade-point average was outstanding and I found some kind of pleasure I couldn’t explain at the idea of remaining undefeated in my own competition. But something happened to the machinery of events:

The teacher hands out the last test and I get an A as gorgeous as Nadia’s perfect twisting on the beam. But I start to feel uneasy when I find the notes on the other side of the sheet. Helpless, I find out there’s a distraction error which lowers the score in one of the exercises. I realised that the teacher, God knows why, had rounded up my final mark so I walk towards her and ask her to change it. She looks at me, puzzled and, as if it was easy for me to pretend nothing happened, she sends me back to my seat, without listening to me. 

But there was no turning back. That was the first clear sign to me that a series of imperfect events would mark my whole life and I just now happen to see it this way:

My birthday shouldn’t have been 19th but 18th July, the same day of the tenth anniversary of Nadia’s perfect ten in Montreal. Because of a silly distraction mistake -which is irrelevant- my arrival to the world would have taken at least eleven hours longer provoking sort of a failure in time which would have affected the machinery of perfection. This would have remained dormant until the mistake in my maths exam became a triggering factor of a failure which would often appear in my life for the rest of my existence. That’s how I explain the feeling of always arriving late to what could have been a turning point.

The feeling of never being at the right place at the right time. That ongoing attempt, that being almost but never there. This is how the subtle failure, the silly mistake had gradually outlined the ‘almost-but-not-quite’ of my existence. That’s how I understood I’d never be Nadia, even though my middle name remains as a constant shadow underneath. I came to the conclusion, then, that middle names are there to remind us, from time to time, what we could have been but we definitely aren’t. 

[es]

Relatos breves.

El 18 de julio de 1976 Nadia Comaneci lograba lo que nunca nadie antes había logrado en la historia. Pequeña heroína de la perfección. Los marcadores olímpicos no estaban ni siquiera preparados para contemplar ese diez tan hermoso, tan increíble, tan perfecto que en medio de vueltas, saltos y flic flacs Nadia era capaz de realizar con una delicadeza asombrosa. Ese diez era pura belleza.

Del gran suceso olímpico de Montreal ya habían pasado muchos años, cuando el 19 de julio de 1986 mis padres dieron en llamarme Melisa Nadia. La referencia a la gran gimnasta siempre había sido explícita, pero a ese dato se le sumaban otros más que, ahora que lo pienso detenidamente, formaban parte de una red más amplia de conexiones que el hilo de la historia había ido tejiendo entre las dos: tan lejos pero tan cerca, la Unión Soviética también había sido parte de la nebulosa de mi existencia, y de ese lazo que nos unía participaban mis abuelos inmigrantes ucranianos pero también mi abuelo argentino comunista, que la casualidad de la vida hizo que cruzaran el océano en sentido contrario, mientras unos dejaban atrás lo que el otro tiempo después estaría buscando.

Las cosas iban bastante bien hasta aquel suceso que tuvo lugar en 1999 cuando yo cursaba séptimo grado. Mi obsesión por la perfección me había llevado a poder realizar una variedad de pequeñas proezas como dibujar a mano alzada un círculo completamente simétrico, escupir a una distancia exacta de un metro y medio o poder calcular de manera precisa el paso del tiempo sin necesidad de un reloj. Pero quería ir por más, es por eso que me había propuesto el desafío de sacarme diez en todas las evaluaciones de matemática que me tomaran en la escuela ese mismo año. Mi promedio en la materia era excelente y una especie de placer, que se me hace muy difícil explicar con palabras, me invadía ante la posibilidad de mantenerme invicta en una competencia que había entablado en silencio conmigo misma. Pero algo se había desajustado en la maquinaria de los acontecimientos:

La profesora me entrega la corrección de la última evaluación con un diez tan hermoso como esos saltos perfectos que hace Nadia sobre la viga. Pero algo comienza a inquietarme cuando me detengo a ver las anotaciones que figuran del otro lado de la página. Noto desahuciada un error de distracción que me cuesta medio punto en la calificación de uno de los ejercicios. Me doy cuenta que la profesora, vaya uno a saber por qué, había redondeado para arriba en la nota final, así que me acerco y le pido que lo corrija. Ella me mira sin terminar de entender y, como si fuera posible para mí hacer también la vista gorda, me manda de nuevo a mi banco desacreditando mi pedido.

Pero ya no había vuelta atrás. Este sería el primer indicio visible para mí, de una cadena de imperfecciones que marcarían toda mi vida y que recién ahora entiendo así:

La fecha de mi nacimiento debería haber sido, no el 19, sino el 18 de julio, coincidiendo exactamente con el décimo aniversario de la gran proeza que llevará adelante Nadia en las olimpiadas de Montreal. Por un pequeño error de cálculo o de distracción, no viene al caso, mi llegada al mundo se habría demorado al menos unas once horas provocando una especie de arritmia temporal dando como resultado un desfasaje en el engranaje de la perfección. Esta situación habría permanecido en estado latente hasta que el error en el examen de matemática actuó como factor desencadenante de una falla que volvería a aparecer con cierta regularidad durante el resto de mi existencia. Así se explica mi sensación de llegar siempre tarde a lo que podrían haber sido grandes acontecimientos, la percepción de nunca estar por completo en el lugar indicado en el momento correcto. Esa especie de amague constante, ese estar a veces tan cerca aunque no lo suficiente. De este modo la falla sutil, el pequeño error, fueron delineando de a poco el “casi, aunque no del todo” de mi existencia y así entendí que yo nunca sería Nadia aunque esa especie de sombra que es el segundo nombre esté por detrás, siempre latente en medio de un profundo desconocimiento. Llegué a la conclusión, entonces, que los segundos nombres no tienen ningún sentido más que estar ahí para nosotros, para recordarnos, cada tanto, eso que podríamos haber sido pero que definitivamente no somos.